miércoles, 29 de febrero de 2012

Las huellas dactilares de Katie


-       Un libro de Le Clézio abierto por la página 12
-       “Viaje a Rodrigues”
-       La tapa de un tacón de un zapato italiano, en el cruce entre Broadway con la 17, 18, 16, 14 o 12
-       El envoltorio de una Muffin de zanahoria
-       2 carnés falsos de bailarina de claqué, y de profesora de yoga
-       Un vale para una caipirinha a mitad de precio
-       Un vale para un viaje gratis a Seattle
-       Una flor de origami de color naranja
-       La huella de su trasero en el suelo nevado. City Hall
-       Un pañuelo de seda
-       Un guante. 

-  El otro, con la tapa del tacón 
o con la huella del trasero

Pues eso IV


- ¿Susto o muerte? 
-... ¡hola!... ¿susto o muerte? 
-... ¿hola? 
-... ¿Susto o muerte? 
-... ¿hola?
-...
-...
- ¡Pues muerte!





Pues eso III


- Qué mal se ve hoy la luna
- Pues no lo sé, llevo toda la vida mirando al frente
- ¿Y cómo te crees que estoy yo? ¿Con el cuello a lo rotaflex? Era por sacar conversación, mujer…
- Ah, vale, entonces sí, la luna se ve de culo 
- Pues eso 
- Eso 
- Eso 



lunes, 27 de febrero de 2012

Pues eso II


Mmmmm…
Eh… arggg…
Ups!
oh!
uuuuuh! 
Ahhh!
Ey! Psssss… 

Grrrr

Glups

rrrrrr
zzzzzzz


Pues eso


-       Entonces, ¿qué?
-       Entonces, nada, no me preguntes bobadas 




domingo, 26 de febrero de 2012

Vancouver. Primera MicroLey


EL gato tiene hambre.
Hace un viento que corta las ganas de salir a pescar en el Pacífico.
Las Rocky Mountains se están moviendo como aspas de molinos.
Cae la nieve azul sobre la arena de esta playa. 
En realidad no hay nieve en esta playa, pero yo imagino que la hay y me gusta pensar que la he pisado hace un momento y que se vuelve azul e incluso verde de un modo misterioso y singular.
Tomo una fotografía. 

Una chica está sentada sobre una roca.
La miro un rato y no se mueve.
Está dibujando algo.
Por su postura, he pensado que podría ser Sara, danzarina, las dos están rectas y miran al frente. Sara a veces mira como queriendo verlo todo de golpe. 

He pensado en gritar muy alto "¡Ey, Sara, hola, soy yo!"
Pero no lo he hecho. 
Luego sí, total estoy en Vancouver. 
Lo he hecho pero no me ha oído. Sigue dibujando lo que sea que esté dibujando.
Intentar dibujar las montañas y las nubes, intentar dibujar el mar, todo eso es una gran osadía.
 
Un grupo de franceses dice algo a mis espaldas en francés. 
Me doy la vuelta y me hablan a mí en su idioma.
Contesto muy sonriente Comantalevú, MerciMerci, consíconsá. En Canadá empiezo a escribirme mis propias microleyes, las que escribo sobre todos los sitios en los que termino teniendo un lugar al que llamo casa. 
Y esta primera microley viene a decir algo así como:
La mayoría de los canadienses piensan que tú también lo eres. 
Encantador


El Pacífico y la que podría ser Sara; La que podría ser Sara y el Pacífico.
Mientras, los franceses me han dicho una cosa en francés.
Y luego yo hago una de mis microLeyes absurdas para Vancouver


Juego de gatos y llamada de teléfono. Katie, dime.


Supongamos por un momento, que el gato A, gordo, rechoncho, de piedra picada en mina torda, áspero al tacto, sin definición y guardián de la casa, supongamos que el gato A tuviera algo que ver con el gato B, en cierto modo estilizado, reposado y a la vez expectante, mirada fiera, anciano y contundente.
Supongamos que el gato A y el gato B, fueran los dos la representación de una misma cosa.

En caso afirmativo, habría que concluir que tengo un gato sagrado, el gato A, custodiando una de las puertas de mi casa en Vancouver.
Habría que añadir también, que el gato A no es sino una gata (como lo es el gato/gata B) y que por obvias alusiones a las deidades del Antiguo Egipto de la segunda, se deduce que tanto A como B son una representación de la Diosa Bastet, protectora del hogar, símbolo de la alegría, la felicidad y del buen vivir.
Se deberá pensar entonces en la época de Ptolomeo III, y por tanto en el propio Ptolomeo III, casado con Berenice, que murió envenenada a manos de uno de sus hijos, el mayor, tal vez, el más audaz, el más rápido, el más odiado; el mismo que la hizo llorar en los minutos previos a sus póstumos.
"El mismo dolor del parto para mi muerte" 


Berenice, la misma mujer que habría sacrificado su magnífica cabellera en virtud de la protección de la vida del conquistador Ptolomeo, ella, la mujer, la reina, la consorte, ella juró en voz baja una cosa esencial que nadie puedo escuchar porque todos estaban lejos.
No hubo nadie para acompañarla hasta la puerta del templo de Bastet. La divinidad la comtemplaba desde su trono, sin mover un ápice de su cuerpo de piedra violentado por la trágica muerte de una reina. 

Caen monedas con su cara. Es el futuro. 

Nunca más el frío. Nunca más el miedo. Nunca más la sangre. 

Solo el templo dedicado a Bastet y las ruinas de la violencia, solo Afrodita y el recuerdo de su hermosa cabellera, solo las monedas acuñadas con su esfinge, solo el desierto, solo la larga cabellera, solo el hijo, el veneno, y Ptolomeo y solo el desierto y su esfinge, y la piedra, la gata, la diosa y los ojos, y los adioses, y los posibles y la cabellera, y el veneno, y la promesa, el juramiento, y la cabellera.





GATA A


GATA B. ©Consejo Superior de Antigüedades Egipcias


El gato A sigue donde estaba. Gordo y mirando para arriba. Y yo me pregunto, mientras abro la puerta de mi casa, qué fue lo que hizo Katie cuando salió de este apartamento hace ya demasiados días.
Mientras abro la puerta de la misma casa en la que Katie vivió, pienso y veo sus dos maletas esperando ya fuera de todo, sus gestos de despedida. 
 

Sospecho que Katie miró para abajo como miro yo ahora hacia el gato A, y sospecho que se agachó para tocarlo, para apartarlo, para darle la vuelta, para meterle los dedos en los ojos, para lamerle las orejas, yo qué sé. Algo de lo que hizo tuvo que ser inaudito. 
Me pregunto, entrando en casa y cogiendo el teléfono que suena, cómo se sintió Katie la última vez que habló con el hombre que sigue llamándola a esta casa, que me llama y no dice nada cuando descuelgo, excepto cuando él mismo quiere decir algo más que sobrepasa el silencio y la cordura.


Me dice que si está Katie
Le digo que soy yo
Me dice que no es mi voz como la de antes cuando yo era Katie
Le digo que las voces pueden cambiar con el tiempo
Me dice que eso es mentira
Le digo que yo miento muy bien, que conmigo nunca va a saber cuándo le estoy diciendo la verdad y cuando no
Me dice que a Katie no le gustaba mentir
Le digo que él creía que a Katie no le gustaba mentir
Me dice que si estoy insinuando que nada de lo que le dijo Katie fue verdad
Le digo que no es para tanto, que no he querido decir eso, pero que meterse en lo que es verdad o lo que no, es un asunto espinoso
Me dice que Katie tiene una amiga que se llama Berenice
Le digo que venga ya, hombre, que Berenice es una ciudad
Me dice que si yo soy ella, Berenice
Le digo que soy Katie y desde luego no soy Berenice, que nunca he oído hablar de Berenice
Me dice que le estoy mintiendo
Le digo que sí, que alguna mentira le he contado, pero que estoy cansada y que me deje, por favor
Me dice que perdón
Le digo que no hay problema, 
Me dice que busca desesperadamente a Katie 
Le digo que lo sé, que sé que me busca o la busca a ella

Me dice que a veces me llama por teléfono y no dice nada 

Le digo que eso también lo sé, y que por favor me diga algo porque siempre me ha inquietado más el silencio que las palabras
Me dice que lo hará, me hablará
Le digo que adiós
Me dice que hasta luego

Ladrido


Hay un niño que ladra muy bajito. Es como un suspiro un poco más alto de lo normal convertido en súbito gritillo. 

El niño que ladra no tendrá más de doce años y está merendando con su padre en un Waves Coffee de Broadway. Estamos en Vancouver, hoy hace mucho viento. Ha llovido. El padre se toma rápido su café. El niño se come la merienda haciendo trozos muy pequeños con los dedos y ladrando intermitentemente. Se levanta el padre. Le mueve el flequillo al hijo que no deja de sonreír ni de ladrar, los dos se van por donde han venido.


Pienso que lo bueno de Vancouver es que a nadie le importa una mierda quien ladra en la mesa de al lado. 

 
Y por eso me pongo yo a hacer el pato. 
Kuac

jueves, 23 de febrero de 2012

Otros espías


Vancouver. Robson Street. 3:20 p.m
Efectivamente los espías siguen arañando las fachadas de los rascacielos azules de Vancouver. Hoy he encontrado a otros voladores capaces de verlo y saberlo todo. Altos, muy altos, aéreos, cometas, globos aerostáticos, concentrados exclusivamente en los ruidos de sus tripas.
-       Hey John
-       Hey Karl
En realidad solo podemos ver a John en esta foto, Karl deberá ser imaginado al otro lado, tal vez en la azotea, sentado sobre el aparato de refrigeración del edificio, por ejemplo, o haciendo estiramientos mientras sube el volumen de su ipod cuando empieza el último disco de las Kittie, I´ve Failed You, o podría estar Karl poniéndose el polar- quitándose el polar-poniéndose el polar, o quizás llamando por teléfono a su madre que vive en Coquitlam, donde esta mañana han atracado a una señora de su edad con una navaja, y le estaría pidiendo a su madre tranquilidad precaución y siempre prudencia, o estaría Karl maldiciendo a todos los cabrones que asaltan a mujeres indefensas por las calles de los barrios tranquilos de Vancouver. Podría estar Karl tomando sushi mientras repasa mentalmente el último partido de Hockey entre el Toronto y el San Antonio. Podría estar simplemente esperando a John para tomar un café en el Blenz de la esquina, podría estar Karl preparando sus arneses, podría estar rezando, cocinando, meando, escupiendo en las aceras del otro lado, jugando a ser el chico malo del barrio que nadie pilla, podría estar juntando las manos para decir por favor y gracias al mismo tiempo, y podría estar Karl justo ahora mismo, situado en mi misma diagonal de pura geometría interestelar, en esta tangente aérea, haciéndome una foto a mí mientras le apunto con mi cámara imprecisa. Podría estar Karl apostado en algún rincón invisible de esa esquina lateral izquierda, por ejemplo, donde en este momento veo una cosa parecida a un reflejo de una luz que quizás pudiera ser un flash o solo el sol, o un cristal, o el filo de un cuchillo, el filo de la navaja del asaltante de Coquitlam, podría ser cualquier cosa parecida al flash de una cámara de fotos que se acciona en el mismo momento en el que yo hago clic con la mía y entonces somos dos guardándonos la imagen en el bolsillo.
Ellos son dos espías y nada es azaroso, todo es fruto de una estrategia compleja que termina como terminan todas las estrategias complejas de este mundo, con una pregunta. La pregunta. 



Katie, Kuo Li, los ascensores y los lagos de Japón



KUO Li le confiesa a Katie lo siguiente, le dice que hace quince años tuvo una novia con la que iba a casarse en Corea cuyo nombre prefiere no decir en voz alta para no alterar el ritmo natural de las cosas.
Los padres de ella le habían concedido a Kuo Li su mano con una condición, que aprendiese inglés y pudiera cambiar de trabajo antes de casarse.
Él era reparador de ascensores, y por aquel entonces morían muchos mecánicos desprovistos de toda clase de seguridad en las alturas de los rascacielos coreanos. "No queremos que dejes a nuestra hija viuda" le dijeron "cuida de ti y cuidarás de ella" 
Kuo Li, que amaba profundamente a la que entonces era su prometida, se fue a Canadá a aprender inglés con todos los gastos pagados por sus futuros padres políticos. Esa era la idea, ese fue el plan. Pero durante el tiempo que Kuo Li estudió en Vancouver, además de inglés aprendió tres cosas inolvidables:
1.  No le gustaba su trabajo. Efectivamente odiaba las alturas y odiaba la idea de una muerte temprana.
2.  No quería que nadie le dijera lo que tenía que hacer.
3.  Había dejado de amar a su prometida.

En ese momento de la confesión, Katie deja escapar un leve grito de zozobra y mira fijamente a los ojos de Kuo Li que empieza a cantar la siguiente canción japonesa:  
Yo era capaz de volar,


yo era capaz de volar sobre los árboles


del jardín de la Primavera rebosada.


Ahora que la Primavera se ha ido,


He aprendido a nadar,


a nadar en los ríos y en el Ashinoko



Al término de la canción, Katie no puede dejar de mirar a los ojos de Kuo Li, quien ha pasado de ser un pájaro a ser un pez en solo seis versos.
Katie se hace algunas preguntas en silencio y cede su pañuelo de seda blanca con delicados dibujos azules, marrones y grises a Kuo Li para que pueda secarse sus lágrimas de lagos japoneses.
Las preguntas que Katie se hace en silencio podrían resumirse en la siguiente:  
1.   Cómo es posible que un coreano cante con tanta a afectación una canción japonesa, y que además entone la palabra Primavera はる (Jaru) como si nadie más fuera a pronunciarla en la vida, como si la idea de la Primavera se hubiera erosionado con el viento hasta volverse minúscula e imprecisa ¿Cómo pronunciamos las palabras que desaparecen?
Le gustaría a Katie hablar de las palabras que se extinguen, de las que se van, las que se guardan y se olvidan. Le gustaría a katie poder sonreír con ligereza en lugar de intentar adivinar si el lago Ashi en Japón guarda el secreto de los pájaros nadadores de los ríos, el nombre de la prometida, y ese dolor tan profundo de Kuo Li que brota inesperadamente con solo dos cervezas. Sin embargo Katie, en ese instante de extraordinaria transcendencia, sabe que debe levantarse y tomar un poco de aire fresco en Smithe Street, fuera, lejos, un minuto, o dos, sola, aire. 
Y lo hace, se levanta y sale del bar no sin antes pedirle a Kuo Li que por favor le pida a ella un gin-tónic con mucho hielo. 



martes, 21 de febrero de 2012

Katie y Japón


ESTA mañana he hecho un experimento con la historia potencial de Katie. En mi tercera hora de inglés, he escrito sobre la pizarra el episodio del otro día del tren, aquel en el que un tipo gritaba desesperadamente el nombre de Katie mientras el tren salía de su estación. 
Después de escribirlo, les he pedido a mis compañeras que hicieran comentarios sobre esa historia, y las dos alumnas japonesas, Saori y Romi han escrito lo siguiente sobre la pizarra:
- You may be Katie… I wonder
- So funny! Maybe your real name is Katie!
Creo que solo Japón está preparado para entender esto que me está pasando en Vancouver. 


Los santos, los dioses, los demonios


“ES una gilipollez estar lejos,- le ha dicho una chica italiana a otra mejicana- Solo los santos, los dioses y los demonios pueden estar realmente lejos de las cosas”
“Tienes razón. Míranos aquí, como dos idiotas leyendo la prensa de nuestros países y preguntándonos qué coño estarán haciendo nuestros novios ahora mismo”
“Insisto: solo los dioses, los santos y los demonios”
“Te has dejado a las putas”
“No seas machista”
Los dioses, los santos y los demonios, ocupados en la inacción y en la estrategia. Locos de atar por no poder mancharse la boca con el tomate de la pasta de Martina, por su incapacidad para mover las caderas como las tres ladies del anuncio de danza del oriental de los sábados, espantados por no saber arquear las espaldas los suficiente ante el placer o ante el dolor, determinados por no encontrar la palabra “milonga” en su imaginario.
Huele a café y me levanto. Un resorte inevitable. Solo los dioses, los santos y los demonios pueden alejarse de todo… los demás estamos demasiado próximos a nuestros gestos atávicos.   

lunes, 20 de febrero de 2012

El tren. Katie. El hombre


Lunes. Esta mañana me he dado prisa, como si tuviera que llegar a un sitio a una hora concreta.  He tomado el Sky Train, con dirección Broadway- The City Centre, y cuando ya estaba subida en el vagón, a punto de sentarme y camuflarme entre un hombre de barba pelirroja y una chica de pelo muy corto y piercing en la nariz, he escuchado gritar su nombre:
-       Katie. Katie!
La voz del hombre llegaba desde el hall, casi desde las escaleras que daban paso al tren.
-       Katie! Katie, please, wait for me!
Me he levantado rápidamente, como si yo fuera Katie y necesitara imperiosamente esa llamada desesperada, ese grito canadiense al borde del precipicio de las Rocosas... Me he levantado, y he agachado la cabeza para poder ver su cara a través de los cristales del vagón. Tenía que saber quién era él, el hombre del teléfono, el hombre que ahora daba zancadas para llegar hasta Katie, detener el tren y decirle aquello que quiso decirle hace días por teléfono. Necesitaba verme en sus ojos, comprobar si su mirada buscaba la mía entre la multitud, si me reconocía a mí como ella ¿Soy yo ella? ¿Por qué la buscas? ¿Por qué me buscas?
Pero el tren, y los lunes, y las prisas, y la gente que lee el periódico en el vagón, y el señor pelirrojo que bien podría llamarse Hasting y ser huraño, y la chica rubia del piercing en la nariz, dientes de perla, labios de rubí, y el temor a encontrarse en otros ojos, y la pereza, la desidia, la velocidad.
No hay nada que no pueda hacerse un martes. El señor de la barba pelirroja me mira y resuelve una sonrisa. 
Concluyo que en esta ciudad nada es lo que parece, ni los espejos lo son.

domingo, 19 de febrero de 2012

El retoque


CADA vez que él se levanta de la mesa y se ausenta brevemente para cualquier cosa, ella se retoca eso mismo, cualquier cosa. A veces el cabello, a veces el escote, a veces el perfil de la mirada. Él regresa y la contempla, pero no nota diferencia alguna. «Hace mucho frío» acaba diciendo él recogiendo su bufanda del suelo. Y ella contesta que sí, que mucho. 




sábado, 18 de febrero de 2012

Chinatown o cómo encontrar el viento que mueve una rueda abandonada


TODOS los ebrios, indigentes, las locas, los tarados, los sin techo, las perdidas. Todos y todas ellas acampan a sus anchas en el límite entre los barrios de Gastown y Chinatown.
Son los protagonistas de todos los thriller de Vancouver.
Huele mal, se tornan negros los grises, la mugre define los escaparates, los letreros denigrados, basura acumulada en los carros de combate, gritos, se lucha, chillidos, se vence, miradas descomponiéndose en las aceras, guardianes de portales decadentes, viejas glorias que custodian las entradas y salidas del infierno.
Un hombre se me acerca dando unos tumbos exquisitos y me pregunta, con acento escocés de haber pasado mala noche, algo así como “Are you married, baby?”
Le digo que no, gracias, que no lo estoy, pero que muchas gracias por preguntar. 
Volveré. 


El espía que baila


QUINTO DÍA (18/02/2012)
AYER llovió en Vancouver.

Todos los hombres. En los rascacielos. A pesar de la lluvia y del viento. Encaramados en lo más alto. Parece que limpian cristales pero son espías interestelares o intercontinentales, no lo sé todavía.
Y solo yo voy a perseguirlos. 

Soy la única persona del Downtown de Vancouver que hace fotos en el distrito financiero. No hay turistas, se han ido todos a la costa de California a tomar el sol, a los Casinos de Las Vegas, a cantar Country en bares de carretera, a operarse las cartucheras y la papada.
No hay curiosos de las alturas, los ciudadanos miran al suelo, ya se conocen las alturas porque vienen de ahí, de lo más alto, y precisamente por eso necesitan olvidarlo todo.
 

El hombre espía se agita con el viento o contra él, luego se columpia, ¡el espía se está columpiando! Y deduzco que se trata de una estrategia para despistarnos.
Voy a mirar hacia arriba ahora mismo.
Voy a poner cara de curiosidad mientras miro. 

Voy a asegurarme de que lo que sucede arriba es esencial. 
Voy a contagiar a todos los que pasen. 
Voy a crear un grupo de espías de los espías.
Ahora. Ya.

Primer avistamiento del espía (sin bailar) 15/02/2012

Segundo avistamiento del espía (queriendo bailar) 16/02/2012

Tercer avistamiento del espía que baila. Día del experimento

Siguiendo el rastro de Katie Malone


CUARTO DÍA (17/02/2012)

LLAMAN al teléfono de la casa. Lo cojo y sin pensarlo dos veces pregunto en español “¿Sí? ¿quién es?”
Al otro lado “I have the wrong number, sorry”
La misma voz. El hombre que preguntó por Katie mi primer día en Vancouver. Debería decirle que conozco su secreto, y que sí, que yo soy Katie. 
Debería decirle que me diga las cosas que le quería decir a ella de una vez. 
La próxima vez. 
Seguramente.

The point


No buscar la copia, sino aventurarse a crear un nuevo modelo 


Rascacielos colgados de Vancouver


CUARTO DÍA (17/02/2102)
TODOS los rascacielos de Vancouver, los que miran a este lado de la Bahía, los que se avistan desde Cambie Bridge mientras se camina hacia Downtown, todos esos edificios del mismo color azulado y grisáceo, de altura cómplice, de escaparates y ventanas, todos, salvo uno, el rascacielos colgado de Vancouver, como un cajón de distintas alturas asomándose al Pacífico. Imponente lengua de agua que atraviesa los pies.
Siempre se mira al mar, aunque no se quiera mirar al mar.

Oh, Katie, Oh


TERCER DÍA (16/02/2012)
PASEO hacia Burrard Street y me encuentro con el centro Sinclair hacia el lado de la calle Hastings.
Podría trabajar Katie en este centro, en una de las tiendas de firma de este centro, y vestiría todos los días como una divinidad reconvertida en ser humano: traje rojo Valentino, por ejemplo, falda a media pierna estrecha, chaqueta entallada en el mismo color, una camisa de seda, y zapatos negros de tacón alto y soberbio. Y se enamoraría Katie perdidamente de un coreano, de Kuo Li, quien tuvo que entrar en la tienda cuando adivinó la silueta de Katie desde la calle, a través del escaparate lleno de maniquies dispuestas a salir corriendo de la ciudad cuando deje de llover.


Kuo Li compraría entonces un pañuelo estampado en colores azules y marrones, un vestido de la talla 38, un colgante dorado y un tocado como una diadema con dos exquisitas plumas de un pájaro exótico. Pagaría todo con la diligencia extrema de Corea, y después de haber sido atendido tan amablemente por la señorita Katie Malone, después de haber pagado con su tarjeta American Express, después de haber recogido las bolsas que por derecho propio ya eran suyas, habría dicho: “Esto es para usted, señorita” Y Katie habría recibido entonces las bolsas estupefacta, abriendo la boca, parpadeando varias veces seguidas, tocándose la cintura en un gesto nervioso muy propio de ella, así varias veces hasta poder decir “¿Cómo dice, caballero?” “Me gustaría poder invitarla esta noche a la Ópera, Don Giovanni, no sé si a usted le gusta la Ópera pero me encantaría que aceptara y se pusiera su vestido nuevo” 
Katie Malone, en ese punto, se habría desvanecido ya convirtiéndose en una de esas plumas de pájaro exótico guardada en la caja de regalo a la que ligeramente mira como preguntándose si ha entendido bien la propuesta del señor coreano. Luego, la lluvia. Y luego, la risa nerviosa y la tos sorda. Después de la lluvia y la risa, totum revolutum y  esperar a que pase algún vendaval desde la vecina Corea. 


Lo que ve el señor Kuo Li cuando va a cruzar la calle

Lo que ve el señor Kuo Li cuando cruza la calle y sigue caminando

Lo que ve el señor Kuo Li cuando mira hacia su derecha, hacia el camino recorrido

El señor Kuo Li sigue caminando y llega al Sinclair Centre
Katie está detrás de ese maniquí, detrás de ese decorado, detrás de todo lo que se puede ver en la foto

Los cuervos


SEGUNDO DÍA (15/02/2012)
EN la valla, en esta casa, en la parte trasera de esta casa, en la valla del jardín, pegada la valla a la puerta, un cuervo negro, de lado, con las patas ancladas, un cuervo negro, casi escondido, de pico oscilante, abierto para chillar, el cuervo chilla, el cuervo negro chilla, y dice, a su manera de cuervo, hola, bienvenida, me agacho, me incorporo, le miro, nos miramos, desciendo otra vez, busco la llave, un gato de cerámica, un gato feo, grotesco, demente, la llave fuera del gato, ahora en la cerradura, otra cerradura, un ruido muy pequeño, arriba, y abajo, la puerta abierta, queda todo atrás, el cuervo negro, los que sacan los ojos, amontonados como granos de café, cuervos en las ramas de los árboles, en las naves desocupadas, replicados en los cristales, sobre las ventanas de los rascacielos, azul acerado, gris plomizo, los rascacielos y el cielo, las nubes, las banderolas, la carretera, el puente, los cuervos cruzan las avenidas, coches de ida, y los coches de vuelta, antes de hoy no era nada, un tacón por las aceras, un sonido intermitente, contra los corredores, contra el viento de cara, contra el sol aplacado, contra los perros, contra los dueños de los perros, contra la ciudad, contra los hombres y las mujeres, contra los limpiacristales, contra el océano, el Pacífico, contra el Océano Pacífico, y el olor a salitre, y la mujer que mira al mar, el hombre que mira al mar, los cuervos en las ramas, graznidos, un zapato rojo, la ciudad, las calles, estamos llegando, nos hemos ido, estamos llegando los cuervos y yo, nos hemos ido.


434. West 14th Avenue. Vancouver. Canadá


PRIMER DÍA (14/02/2012)

HAN llamado al teléfono fijo de la casa. Preguntan por Katie. Es un hombre.
-       Hello
-       Hello, Katie?
-       Sorry?
-       Katie, are you?
-       No, I am not Katie
-       Is Katie at home?
-       No, I am sorry, Katie is not living here anymore. 
-       Do you know where is Katie now?
-       Oh, you see… this is my first day in Vancouver…
-       Ok, thanks, thank you
-       Bye
-       Bye

Katie. Katie. Yo soy Katie. En España, semanas antes de venirme a Canadá me preguntaron qué nombre quería tener cuando llegara a Vancouver y yo dije que me iba a llamar Katie.
Ahora llego a una casa nueva y recibo una llamada de teléfono en la que un tipo pregunta por Katie, por mí, por mi recién estrenada identidad. Ninguno de los dos hemos sabido qué decirle al otro.
El hombre parecía ansioso por hablar con ella ¡conmigo! Querrá decirle a Katie todo lo que no le dijo antes de que se marchara de esta casa, antes de que se mudara o qué sé yo, siempre queremos decirnos las cosas cuando ya no estamos en nuestro lugar, cuando nos hemos movido o nos estamos moviendo, en la fragilidad de los cambios; cuando es más fácil contestar que sí y decir que no, casi imposible.
Katie ha vivido aquí poco antes de que yo llegara. 
Yo soy Katie. 
¿Cuándo volveré a encontrarme con ella?