sábado, 24 de marzo de 2012

Estar antes de estar. Katie. Shiro. Sashimi


Letras rojas sobre fondo blanco.
Ventanas en cuadrícula.
Techo bajo.
Colores blancos, negros y rojos.
Esquina.  
Shiro. Restaurante japonés Shiro.
Ella pasó por la puerta varias veces antes de decidirse a entrar.
Tardó en hacerlo porque sabía que aquel era un lugar importante, un lugar de verdad en medio del paraíso artificioso de las plazas de carretera, impermeable al efecto del salón de Gigi (nails repair) al de la pizzeria Stevestons, y al de la tienda de ropa de lujo para mascotas, Pet shop boys, Canadá.
El único sitio de verdad.
Y solo para los momentos importantes.
Porque era Japón. Y podían verse los almendros en flor reflejados en el cristal.
Porque era Japón, y caían las cataratas de las montañas para convertirse en lagos.
Porque era Japón, y los ancianos reían entornando los ojos recordando alguna cosa de cuando eran niños.
Agachó la cabeza, Katie, cuando abrió la puerta. Retiró las telas de bienvenida de color granate envejecido, y sonrió cuando vio el lugar. Pequeño. Mínimo. Como el salón de una casa.
La camarera la saludó como si la conociera de antes de entonces, y la invitó a sentarse en la barra, en el lado derecho del semi-cuadrilátero donde los dos cocineros no paraban de hacer magia.
Nada por aquí- nada por allá. Apenas se distinguían las manos en esa disciplina de velocidad sincronizada, y un corte maestro repetido varias veces, clac, clac, clac, clac, clac, clac, clac, clac, clac, clac, clac, clac, clac, clac, clac, clac, clac, clac, clac, clac, clac, clac, clac.
Katie bebió su te con ese sonido pululando como una abeja.
clac-clac-clac-clac-clac-clac
Te de sabor a tierra
clac-clac-clac-clac-clac-clac
Hierbas diminutas
Clac-clac-clac-clac-clac-clac
La carne de un pescado rosa
Clac-clac-clac-clac-clac-clac

Katie le dijo a la camarera lo que le pasaba: se lo contó todo al oído resumido en dos frases que solo pudieron escuchar la camarera y ella.
Y la camarera, abrió mucho la boca y dijo muy bajito “Sorry”
Le tocó la espalda por detrás, justo entre la escápula y el trapecio.
Los cocineros/magos indagaron en el Sorry.
En los minutos que siguieron, Katie había discriminado todo lo que se encontraba en ese salón y no fuera su plato de comida que acababan de servirle con la misma expectación que un nacimiento.
Había obviado a los tres tipos sentados en el lado perpendicular de la barra, al que leía el periódico, al que escuchaba música a través de sus cascos mientras comía, al que hacía fotos al sushi; había discriminado al grupo de cuatro mujeres muy mayores y muy sonrientes, cargadas con bolsas de la compra situadas en el extremo opuesto, y a la pareja callada junto a la ventana, que miraba ella por la ventana, y miraba él como ella se iba alejando con la vulgaridad de los viajes cortos, despacio, sin decir nada, sin mirar atrás, con la intención puesta en el regreso; había obviado a la pareja con los dos niños, sentados junto a la puerta, detrás de ella; había obviado todos los ruidos circundantes, el de la tele, el de los coches aparcando, el de la camarera que cobraba y atendía en el lado opuesto. 
Solo ella, Katie y su plato. Y los colores rojos, rosados, blancos, marrones, amarillos, y verdes.
Y el olor que entra lento.
El sonido de los palillos.
La belleza de lo curvilíneo.
El brillo anticipado de la saliva.
Primer bocado. Morder. Devorar. Tragar.
Cerrar los ojos.
Llorar por dentro.
Los magos.
Llorar por fuera.
Beber te.
Una explosión.
La textura.
La lengua.
Llorar por dentro.
Abrir los ojos.
Tocarse la tripa. 
 
Y salir de allí pensando que sí, que siempre es posible, que las cosas a veces, que sí, que sí, que sí, que es y puede ser.
Salir de allí despeinada, con las mejillas sonrosadas, la mirada perdida, el corazón acelerado y un último jadeo comprometido con cierto estado de éxtasis animal. Como si acabara de hacer el amor y los almendros en flor de Japón hubieran estado mirando a punto de decir también que sí, que sí, que sí, que puede ser y seguramente sea. 




domingo, 18 de marzo de 2012

En la espesura. Katie estuvo aquí


Parece una selva primitiva.
Los pájaros hacen su trabajo y avisan de la llegada de la intrusa. 
Nunca tengo botas preparadas para el viaje, lo sabe mi hermana, parece que la oigo desde aquí ofreciéndose a comprarme unas, y ya siento los pies mojados cuando atravieso el césped que va hacia ninguna parte.
Asciendo por un camino asfaltado muy estrecho, veo a más gente por allí y decido seguir a los que me parecen más avezados, los que conocen el terreno y van hablando mirándose a la cara y no el suelo que pisan.


Me canso, 

Cuando me canso, alcanzo al paraíso. 
Una planicie resuelta en verde, árboles diseñados en jardín sin arbustos, lago, puente de piedra, flores, helechos, musgos, y bancos en memoria de  los amados. 
Apenas puedo nombrar una sola especie de este paraíso, no puedo nombrar más que a los chopos (si los hubiera). Pero los cuervos pueden, lo hacen siempre, graznan algo desde arriba.
“Quien pase por delante de mí y me salude, tendrá 2 años de buena suerte”
Solo hasta 2013, no alcanzo más.
He repartido unos doce años en veinte minutos. Yo misma, la especie misma en colores granates y amarillos dando suerte hasta a las caracolas. 
En lo más alto, el Conservatorio de aves y de especies de plantas imposibles. Se entra a la burbuja y se visita Nueva Zelanda, Madagascar, los Trópicos, el mundo entero en el privilegio de una semiesfera. Huele muy bien, y los sonidos son deliciosos.
Un pájaro amarillo me mira, nos miramos, pasea delante de mí varias veces mientras yo intento un dibujo de su árbol favorito.
El pájaro amarillo. El árbol de color negro en el papel.
Me conoce de antes, el pájaro, quizás de antes de Katie o de Katie misma. Si pudiera hablar como los otros, diría mi nombre.
Katie.
El azul, aquel de plumas azules y rojas semiescondido en lo más alto, siempre decía el nombre de Katie alto y claro.
Luego dejó de hacerlo, al parecer dejó de gustarle el eco.





 

sábado, 17 de marzo de 2012

La caída


Si solo me fijo en su jersey, en sus gafas impecables de pasta, en su pelo arreglado y en su mirada precisa, diría que es un tipo normal, quizás un profesor de universidad o de un colegio, que se acaba de sentar frente a mí en la Biblioteca.
Pero le veo las manos, rojas, violáceas, hinchadas, las uñas destrozadas, algún nudillo comprometido en la lucha, y pienso que sé de donde viene y que puedo adivinar dónde está ahora.
No está escribiendo nada, sin embargo cambia continuamente de bolígrafo, negro y rojo, y compara los garabatos que compone en una libreta pequeña, un listín de teléfonos, con otra más grande. Extiende sus manos sobre el papel como si éste fuera a precipitarse por el espacio interestelar.
A su izquierda ha dejado una caja de plástico de tapa azul sobre la que se lee “Tools”. Son medicinas. Muchísimas. Y fuera, un inhalador.
 

No me ha mirado ni una sola vez, lo que lejos de molestarme me ha parecido magnífico: su concentración es admirable, y yo sigo siendo invisible, quizás solo transparente los días que hace sol, y los días que llueve... 

miércoles, 14 de marzo de 2012

No estar, pero caminar como si se estuviera; El hombre pantera y Katie


Hay un hombre en pijama de cuadros y zapatillas, que se pasea de noche por la ciudad de Vancouver mientras todos duermen en los rascacielos. Puede ver en la oscuridad. Lleva unas gafas de pasta negra, aparentemente gafas de dioptrías y miopías, pero realmente gafas de ver de cerca y leer las mentes.
Es un hombre pantera. Lo sé. Puedo reconocerle fácilmente porque camina como los hombres pantera, a saltos, con los hombros ligeramente echados hacia delante y los brazos flotando como dos aletas a lo largo del cuerpo. Digo aletas porque este hombre también ha vivido mucho tiempo en el agua, y a veces siente una nostalgia intolerable del agua y de las olas, y se levanta en mitad de la noche a las 4:37, abre la puerta de su casa en Madrid, y empieza a caminar hasta llegar al océano. Al Océano Pacífico.
Cuando se quedan a oscuras, el Océano y él, respira muy hondo, se quita las gafas para ver bien de lejos, y suele tararear una canción que se puso de moda en 1993.
Esta sentado en un tronco en mitad de la arena. Detrás de él, toda la noche, y por delante, olas calmadas, montañas que se insinúan, una luz de un barco naufragado, un amor desesperado, botellas de cristal flotando, peces abisales dejándose ver, y por fin, saberlo todo durante dos segundos sin tener que preguntarse toda la vida qué se está buscando.
Esa es la noche para el hombre pantera; Ese, el océano. Y ya no hacen falta ojos brillantes para llegar a la razón última de las cosas porque basta con el mar, la noche, el pijama y las zapatillas.
 
“Hace frío, ten cuidado” Katie le ha visto y le previene
“Cuidado ¿por qué? Soy un hombre pantera, no le tengo miedo a nada”
“Tú tienes pinta de pasar mucho frío y vas en pijama caminando por ahí”
“¿Cómo es la pinta de pasar frío?”
Katie le hace un gesto con los ojos “Esa pinta. Además deberías peinarte un poco el tupé. No puedes presentarte en el Pacífico tan despeinado”
El hombre pantera se pasa la mano por el pelo para arreglárselo un poco. Todo lo demás es impecable.  
“Todo lo demás es impecable, no me fastidies”- se pone las gafas- “Ah, eres tú, había oído hablar de ti”
“¿Y?” Katie se da la vuelta y se va.
“¿Por qué te vas tan rápido?”
“Yo siempre me estoy yendo, no me fastidies tú tampoco”- Katie ya es una sombra en Davie Street.



lunes, 12 de marzo de 2012

Té rojo. Carne tostada. Pescado seco









“Pero ¿tú hablas chino?”
“Schssst, calla, eso no importa”
“Bueno, es que estás haciendo como que lees un periódico en chino”
“¿Quién te ha dicho a ti que yo estoy haciendo como que leo?”
“Eso no me lo dice nadie, eso lo veo yo”
“Todo en la vida es puro simulacro, vete acostumbrando”
“Pero es que tú no pasas por china, y tampoco por conocedora del idioma”
“Y tú no existes y aquí estamos hablando los dos”

En el Chinatown de Vancouver, poco después de pasar las dos casas de acogida, las farmacias para la metadona, la casa de asesoramiento para toxicómanos y para alcohólicos, el mercadillo de objetos presuntamente robados, y la comisaría de policía, hay una chica con un abrigo azul muy feo, que está en una tienda de té, hablando con la vendedora.

La chica le pregunta la diferencia entre este de aquí, y este otro de allí, la señora le contesta algo que tiene que ver con el tiempo de secado de las hojas y con la altura de la zona en la que crecen.
La señora mira el periódico que lleva en la mano esta chica, un periódico ya manoseado como de haber sido leído varias veces, y decide cambiar el idioma de su explicación de inglés a chino.
La chica, en ningún momento pone cara de no enterarse de nada de lo que le está contando la mujer, y hace todo lo contrario, asentir un poco con la cabeza y decidirse por uno de los tés, el rojo.
La mujer sigue hablando en chino. La chica del abrigo azul sigue sin decir nada, aunque se acuerda de algo, le llega un pensamiento, un silbido en su oído, una especie de sensación conocida y entona con perfecto acento de Jiangsu un 我由衷感您。


sábado, 10 de marzo de 2012

Katie Malone, atiende


Viernes

Katie toma su descanso de todos los días a la misma hora. 11:50
A las 11:57 ha llegado a la cúpula del hall de entrada del Pacific Centre. Se sienta en uno de los laterales de la derecha. Abre su Tupper y saca con delicadeza un sandwich de pollo ahumado con tomate fresco y queso.
A su izquierda un hombre habla por teléfono.
Son las 11:59 cuando Katie da su primer bocado y el hombre dice exactamente las siguientes palabras en español:
“Es fácil robar esa casa, hazme caso. No hay perro y dejan la ventana del salón abierta”
Son las 12 a.m cuando Katie tose tres veces.
Una.
Dos.
Tres.
El señor de la izquierda la mira pero no dice nada. Ella, no mira pero se sabe mirada porque tiene muy desarrollada la visión periférica.
A las 12.01 el señor comenta lo siguiente:
(silencio)
A las 12:02 el señor dice esto:
“Vale, vale, no lo sabía, perro sí tienen, vale, pero se le puede encerrar en la cocina, ¿no?”
Katie quiere mirar sin ser vista. Se fija en el abrigo azul marino de paño. Es viejo. Arrugado. Se fija en el vaquero también azul desgastado. En las zapatillas de deporte negro, afortunadamente sin velcros, y en una cicatriz profunda en la zona de su oreja derecha.
Ahora el señor la está mirando a ella.
“Espera, me está mirando una tía como si me entendiera”
Son las 12:04 cuando Katie finge que saluda a alguien detrás del señor.

“Ah, no, no. Está todo bien”
A las 12.05 a Katie se le ha caído el tomate de su sandwich al suelo. 




miércoles, 7 de marzo de 2012

El cielo se deshace. El sol estalla. Un oso



El cielo se deshace, el sol estalla, 
las nubes se convierten en archipiélagos y entonces busco al oso para detener esta invasión poética que empieza por Whistler. 

Alguien grita que ha visto uno, “He visto un oso” 

Otros dicen que es imposible "Los osos hibernan. Eso lo sabe todo el mundo"
Pero ¿de dónde salen estas garras? ¿y a qué viene esa cara de sorpresa?
-       Te dije que podríamos ver osos en Vancouver
-       Creo que me dijiste muchas cosas que no eran demasiado fiables
-       Confía en mí, ¿Ves aquél árbol?
-       Claro
-       ¿Puedes ver detrás del árbol?
-       No, no puedo
-       Yo te digo que el oso está justo ahí, detrás del árbol, está escondido
-       ¿Justo dónde no puedo ver nada?
-       Dónde no puedes ver nada
-       Entonces lo del oso es una cuestión de fe, ¿no?
-       ¿Hay algo que no lo sea? 


Acto de fe nº1: el oso está a la derecha de la imagen









Katie, from Spain


El hombre lleva anotadas todas las cosas que necesita saber en un pequeño trozo de papel que guarda en la funda de sus gafas.
Katie, seguramente, estará sentada a su lado preguntándose si debería cerciorarse de que sabe en qué país estamos y qué día es hoy, pero dado que ella misma admite desconocer la respuesta de la segunda cuestión, decidirá concentrarse en los calcetines blancos del tipo que acaba de sentarse frente a ella, y que lleva consigo una revista con la portada de una “top model” en bikini.
El tipo tiene los dedos índice y anular de la mano derecha sobre el cuello y el pecho de la modelo, y los cuatro dedos de la mano izquierda, tapándole las piernas hasta la altura de las rodillas. La imagen que resulta de esa censura digital, le parece a Katie que se acerca mucho más a una de esas enanas de circo del siglo XIX condenada al espectáculo de la miseria que a una modelo cotizada.
"El tipo tiene la cabeza muy pequeña", pensará Katie al tenerle más cerca “¿Por qué siempre me fijo en el tamaño de las cabezas?” e intentará calcular después la talla de su abrigo y la previsible talla de sus pantalones.
Katie, sin darse cuenta, habrá hecho algunos gestos con las manos para medir todo eso en el aire. Y así, palpando en el aire y mirándose las manos, podría pensar en lo interesante que es la idea de ser otro aún siendo uno mismo, y si en caso de existir esa posibilidad, ella sería feliz siendo, por ejemplo, española en lugar de canadiense.
Después de unos momentos de ausencia dirigida hacia este pensamiento lleno de sol, de playas excelentes y crisis financiera, Katie deducirá que la obsesión que tiene por las tallas y los tamaños de las cosas, es debida a su trabajo, “Toda la vida vendiendo ropa, ¿cómo no estar obsesionada”
Katie, recordará la noche en la que estando con Kuo Li en la cama mirando al techo, le dijo despertándole de un sueño profundo:
“Yo sé calcular las tallas de toda la gente del mundo. Me basta echar un vistazo a la silueta para encajar a las personas en un número ¿qué te parece?”
Kuo Li, terminando de abrir los ojos e intentando dilucidar si lo que acaba de escuchar era un sueño o la alocución de un fantasma, miró sorprendido a su derecha.
“¿En qué idioma has hablado, Katie?”
“En el mío”
“No, no, tú has hablado en otro idioma”
“Qué bobada, yo solo sé hablar inglés”
“Pues creo que era español, Katie”
“Imposible, yo no he podido hablar en español porque no sé hablar español”
“Ahora estamos hablando en español”
“Oh, dios mío…”

¿Realmente sabía? 
Volverá Katie a esta idea y recordará la sensación de profunda extrañeza que tuvo cuando su voz sonó en español en mitad de una noche silenciosa.
Agachará la cabeza Katie preguntándose si debería consultar con algún experto la posibilidad de que efectivamente ella tenga una doble, o que ella sea la doble de alguien que es ella misma pero vive en otro lugar. "Idea manida, ya lo sé", pero será en ese momento de cambio de posición física y de mirada hacia el suelo, cuando Katie se encontrará con los zapatos del tipo de la cabeza pequeña, zapatos de suela bien ancha, como los amortiguadores de un trailer, y… velcros. Velcros. Los zapatos llenos de ellos.
“No lo soporto” pensará Katie un poco azorada. Y presa de una desesperación inaudita, tal vez causada por el insomnio de las últimas noches, por el exceso de café, o por la tensión acumulada en la tienda de firma en la que trabaja donde tiene que calcular los tamaños de los traseros para adecuarlos a las tallas de los pantalones y las faldas, la bestia que Katie lleva dentro emergerá desde su aparente calma y gritará enfebrecida en un idioma que pudiera ser español o pudiera ser inglés:

¡¡NO VELCRO. NO VELCRO. NO VELCRO. NO VELCRO. NO VELCRO. NO VELCRO. NO VELCRO!!
Golpeará la mesa tantas veces y con tanta violencia que el señor de su derecha huirá dejándose la funda de las gafas con las gafas y la nota sobre la mesa (restos de un naufragio).
El tipo de los velcros, por su parte, amenazado, humillado, y posiblemente sobrepasado por la situación, echará la silla hacia atrás y se cubrirá la pequeña cabeza con la revista de la top-model en la portada.
Katie, no podrá contener una carcajada al contemplar la escena de la revista envolviendo casi por completo la cabeza pequeña del señor de los jodidos velcros imperdonables, y será el contraste entre su propia risa y sus voces, lo que alertará no solo a los miembros del staff de la librería-cafetería, a todas las mesas, al guarda de seguridad de la planta de abajo que subirá corriendo y se torcerá levemente el tobillo derecho en la escalera mecánica (“fuck!”), sino también a la gente que observa entretenida al otro lado del cristal cómo una muchacha bien vestida, de talla 38, sobre tacones aspirantes al Olimpo, de maquillaje y peinado impecables, grita y sonríe al mismo tiempo mientras es retirada de la escena y llevada a un lugar en el que poder calmarse. 
“Se me da fenomenal adivinar las tallas de la gente. No fallo ni una"
y a dormir.


sábado, 3 de marzo de 2012

Corea 10- Japón 10, o cómo no hacer tortilla de patata


Bool Go Gi por parte de la delegación de Corea, Okonomiyaki por parte de la delegación de Japón, y pasta italiana hecha por una escisión de la misma delegación japonesa.
Las croquetas están olvidadas. También la tortilla de patata y la paella; todo eso está olvidado. Aquí, ahora, en Vancouver, solo se come Bool Go Gi y Okonomiyaki con palillos de la China. Se bebe Gin-Canadá fresquita mientras suena algo de jazz del siglo pasado.

-       ¿Puedo hacerme una foto contigo?
-       Claro que sí, Masha
-       Es para mi madre
-       Lo que quieras…
Y entonces parece que escucho cómo Masha toca el piano en el salón de la casa de sus padres en Kazakhstan. Es una sinfonía rusa y hace mucho frío. Ha entrado a mi casa con los dedos helados y la cara muy pálida.
Cada vez que Masha te mira parece que te quiere pedir alguna cosa importante, algo que le nace muy de dentro y que es esencial. Es todo lo que guarda después de inviernos duros y canciones tristes sobre amigos que se fueron. Brindan con alcohol pero ella no bebe porque tiene que estar perfecta para la siguiente canción del repertorio. No terminará esta noche y Masha seguirá tocando su piano hasta que consiga que el frío se vaya.
 

Le pregunto si se encuentra bien.
Me contesta en inglés con acento ruso que no le pasa nada, que está feliz, pero necesita hacer una llamada a su marido que vive también en Vancouver y se ha quedado solo con los dos gatos que acaban de adoptar.
-       ¿Puedo salir un momento de tu casa?
-       Por supuesto. Avísame cuando quieras entrar de nuevo
-       ¿Sabes?... estoy feliz, sí, me gusta esto. Ayer me preguntaste si me gustaba estar aquí y te dije que sí, pero, me gusta y no me gusta... ¿sabes? aquí, bueno, está mi marido, tengo que estar aquí, pero aquí echo mucho de menos a mi familia
  
Masha tiene 22 años.