martes, 24 de abril de 2012

Cristina escribe a Katie



















Mi querida Katie:

Se nos agota el tiempo, ocurre siempre que se quieren decir muchas cosas y saber mucho el uno del otro, la una de la otra, todo sobre ti.
Ahora que vuelvo a acostumbrar la mirada a esta nueva dimensión y a este lugar que me ha tocado, se ponen boca abajo las coordenadas de vuelo y me preparo para ser disparada otra vez por esta fuerza centrífuga que tiene que ver con los precipicios, los abismos, las luces y los círculos.  
Porque tú y yo, Katie, ambas estamos en el mismo círculo, girando en el mismo sentido pero a velocidades diferentes e inconstantes. Solo coincidimos cuando la velocidad de una se acomoda a la de la otra, cuando percibimos que no es una sombra lo que nos acompaña, sino otra persona a la que se debe buscar.
Tu idea me obliga a ser más lenta; solo de esta manera puedo situarte más allá de las intuiciones o las sospechas. Te encuentro en la causa de mi asincronía, y cuando lo hago tu voz es clara y me regaña con vehemencia,
«tenías que haber esperado un poco más» gritas «has llegado demasiado pronto» me reprochas.
Porque piso sobre tus huellas cuando todavía tú las estás pisando, porque ocupo tu espacio un microsegundo después de que decidas abandonarlo, y repito tus palabras durante su eco, y trago tu aire, y lavo tu cara, visto tu cuerpo, peino tu pelo, me duele tu cabeza, y tengo tu misma hambre, tu misma sed; huelo a ti, huelo como tú, persigo y devoro tu estela, y he llegado a soñar con todas las cosas que te pertenecen con una claridad solo asumida por la propia vida en los dudosos estados de vigilia.
Nos hemos cruzado muchas veces en esta ciudad, Katie, te veo haciendo footing por las calles, muy temprano, vestida con un pantalón corto negro y una camiseta blanca, veo tu cara roja, tus cuadriceps rojos, tu mirada roja, tu pelo rojo, y me quedo esperando a que pases por mi lado para poder preguntarte qué y cómo, dónde, por qué, para qué.
Puedo verte sentada en el Pacific Center, comiendo tus verduras mientras ejerces de espía; y siento tu miedo como un sudor frío que me recorre la espalda. Te veo en tu silencio por el lado izquierdo, esforzada en ignorar los sonidos de la decadencia, mirándolo todo con curiosidad pero también con cierto hastío. Te veo en tu contradicción porque es la mía, y copio tu torpeza porque soy diestra y tú eres zurda, porque yo camino rápido y tú prefieres los pasos cortos.
A mí también se me rompen los vaqueros a la altura de la rodilla, se me caen las tapas de mis zapatos y cojeo como un pirata, pierdo botones que nunca sustituyo, se me disparan los desaciertos, uno a uno, como el fuego a discreción.
Y todo esto, querida Katie, porque yo sigo detrás de ti antes de que te hayas marchado, porque he llegado pronto, y tu exhalación es mi respiro, estamos en el mismo latido del corazón: tus aurículas en mi sístole, mis ventrículos en tu diástole.

UN DÍA de no hace mucho tú y yo llegamos a cruzarnos por la calle, y fuimos capaces de esperar una frente a la otra cinco segundos. Yo te reconocí desde lejos. Te miré y te reconocí en seguida porque estabas dentro de la que estaba siendo yo. Era como verse en el espejo de las desapariciones y acabar por fin con la nostalgia del futuro.
Fueron cinco segundos.
Yo conté primero. Y luego tú. Y luego yo. Y luego tú. Y luego las dos a la vez.
UNO
TWO
TRES
FOUR
CINCO / FIVE
Y el círculo volvió a propulsarnos hacia otras latitudes sin que pudiéramos decirnos adiós.
Tu piel es clara, como la mía, somos de la misma altura, tu sonríes más que yo, y yo suelo reír más que tú. Nos gusta el color negro pero vestimos de color amarillo cuando llueve. Nos rebelamos. Tú, Katie Malone, te has rebelado demasiadas veces en tu historia, tantas, que podría decirse que tu identidad tiene más que ver con tus actos subversivos que con tus actos por convicción.
Y ahora que han pasado todos los días por nuestra historia, siento que se nos agota el tiempo.
El círculo se ha convertido en una elipse, y estamos la una frente a la otra de nuevo. Debo advertirte aunque ya lo sabes: esta elipse volverá cambiar dentro de quince días y tú y yo no seremos más que otros dos puntos brillantes en un universo lleno de puntos que brillan. Dos puntos distantes y paradójicos, a años luz de volverse a encontrar.

Yo estoy ahora frente a ti. Tú estás ahora frente a mí.
Él me dijo que el mundo era una cuestión de luces y sombras. El hombre que convirtió los imposibles en posibles me dijo una tarde: 
"el mundo es un poco como la evolución de la fotografía, si antes buscábamos las sombras para encontrar las luces, ahora perseguimos las luces para encontrar las sombras"
¿Es eso entonces, mi querida Katie? ¿es este el único camino para llegar a ti? porque de ser así, si es así, tú deberás hablarme primero de tus luces para que yo pueda encontrarte a través de tus sombras.


Cristina

domingo, 8 de abril de 2012

La descompresión. Katie por la izquierda


Percibo la caída libre y en picado. Percibo el dolor de muelas. Lejos, pero donde estuvo. Y percibo el apéndice despegándose de su carne para doler otra vez.
Hoy me afectan partes del cuerpo que pensaba no existían más que en los libros. Partes, que no son mías o que lo han sido y también lo son de ella, que le pertenecen más a ella que a mí.
Hoy siento dolor en el oído izquierdo. Y los pies ligeros. Y saltos, y un dolor de espalda que se concentra en el cuello.

De Katie solo podemos saber que tenía un esguince mal curado en su tobillo izquierdo, y que este hecho podría haber hecho de ella una excelente funambulista, una portentosa bailarina de sublimado plie; podemos saber que tuvo un problema serio en el oído izquierdo, y que a veces sentía cierto pudor al tener que admitir que no escuchaba bien las cosas que sucedían en ese lado, que se perdía la mitad de la vida, y que necesitaba que las personas le hablaran altísimo si acaso insistían en intentarlo desde ahí. Sabemos también que tenía la piel blanca, mucho, palidez extrema, y ojos azules, y alergia a las nueces, y una inopinada costumbre de cantar en la ducha una especie de country aflamencado de notas imposibles, y dolor de espalda, de cuello, de trapecios, dolor.  

Kuo Li la busca.
La está esperando a la salida de la tienda de firma en la que trabaja. El día ha sido espeso, denso, gris, uniforme, y hay muchas cosas que deben decirse hoy mismo, ahora, justo después del saludo.
Kuo Li se coloca en el lado izquierdo de Katie.
Ella camina, escucha sus tacones sobre el asfalto. Está cansada.
Kuo Li a la izquierda.
Katie.
Silencio.
Silencio.
Silencio.
Silencio.
Silencio.
Cruce.
Esta noche me apetece que hablemos de cuando éramos niños.
Semáforo.
Silencio.
Silencio.
Silencio.
Coches. Voces. Máquinas.

Silencio.
Silencio. Silencio. Silencio. Silencio. Silencio. Silencio. Silencio. Silencio. Silencio. Silencio. Silencio. Silencio.
Silencio. Silencio. Silencio.

Katie es ligeramente empujada desde el codo hacia atrás.
Kuo Li está frente a ella. Expectante. Sus ojos no pueden estar más abiertos.

- ¿Qué me dices? No te quedes callada, por favor
-      
-       Katie, dime algo. Lo que sea.

-       ¿Sobre qué?

Pues eso V


-       Qué susto… pensaba que me había cortado un dedo.
-       ¿Y eso?
-       Es que me he rozado la última falange con este cartón de aquí, y he tenido una sensación terrible de miembro fantasma.
-       Lo que no se ve no existe.
-       Lo que no existe no se ve.
-       Lo que no se siente…
-       … no se ve.
-       Lo que no se tiene…
-       … ni se siente, ni se ve.
-       Pues eso.
-       Pues ya lo sé. 

 

sábado, 24 de marzo de 2012

Estar antes de estar. Katie. Shiro. Sashimi


Letras rojas sobre fondo blanco.
Ventanas en cuadrícula.
Techo bajo.
Colores blancos, negros y rojos.
Esquina.  
Shiro. Restaurante japonés Shiro.
Ella pasó por la puerta varias veces antes de decidirse a entrar.
Tardó en hacerlo porque sabía que aquel era un lugar importante, un lugar de verdad en medio del paraíso artificioso de las plazas de carretera, impermeable al efecto del salón de Gigi (nails repair) al de la pizzeria Stevestons, y al de la tienda de ropa de lujo para mascotas, Pet shop boys, Canadá.
El único sitio de verdad.
Y solo para los momentos importantes.
Porque era Japón. Y podían verse los almendros en flor reflejados en el cristal.
Porque era Japón, y caían las cataratas de las montañas para convertirse en lagos.
Porque era Japón, y los ancianos reían entornando los ojos recordando alguna cosa de cuando eran niños.
Agachó la cabeza, Katie, cuando abrió la puerta. Retiró las telas de bienvenida de color granate envejecido, y sonrió cuando vio el lugar. Pequeño. Mínimo. Como el salón de una casa.
La camarera la saludó como si la conociera de antes de entonces, y la invitó a sentarse en la barra, en el lado derecho del semi-cuadrilátero donde los dos cocineros no paraban de hacer magia.
Nada por aquí- nada por allá. Apenas se distinguían las manos en esa disciplina de velocidad sincronizada, y un corte maestro repetido varias veces, clac, clac, clac, clac, clac, clac, clac, clac, clac, clac, clac, clac, clac, clac, clac, clac, clac, clac, clac, clac, clac, clac, clac.
Katie bebió su te con ese sonido pululando como una abeja.
clac-clac-clac-clac-clac-clac
Te de sabor a tierra
clac-clac-clac-clac-clac-clac
Hierbas diminutas
Clac-clac-clac-clac-clac-clac
La carne de un pescado rosa
Clac-clac-clac-clac-clac-clac

Katie le dijo a la camarera lo que le pasaba: se lo contó todo al oído resumido en dos frases que solo pudieron escuchar la camarera y ella.
Y la camarera, abrió mucho la boca y dijo muy bajito “Sorry”
Le tocó la espalda por detrás, justo entre la escápula y el trapecio.
Los cocineros/magos indagaron en el Sorry.
En los minutos que siguieron, Katie había discriminado todo lo que se encontraba en ese salón y no fuera su plato de comida que acababan de servirle con la misma expectación que un nacimiento.
Había obviado a los tres tipos sentados en el lado perpendicular de la barra, al que leía el periódico, al que escuchaba música a través de sus cascos mientras comía, al que hacía fotos al sushi; había discriminado al grupo de cuatro mujeres muy mayores y muy sonrientes, cargadas con bolsas de la compra situadas en el extremo opuesto, y a la pareja callada junto a la ventana, que miraba ella por la ventana, y miraba él como ella se iba alejando con la vulgaridad de los viajes cortos, despacio, sin decir nada, sin mirar atrás, con la intención puesta en el regreso; había obviado a la pareja con los dos niños, sentados junto a la puerta, detrás de ella; había obviado todos los ruidos circundantes, el de la tele, el de los coches aparcando, el de la camarera que cobraba y atendía en el lado opuesto. 
Solo ella, Katie y su plato. Y los colores rojos, rosados, blancos, marrones, amarillos, y verdes.
Y el olor que entra lento.
El sonido de los palillos.
La belleza de lo curvilíneo.
El brillo anticipado de la saliva.
Primer bocado. Morder. Devorar. Tragar.
Cerrar los ojos.
Llorar por dentro.
Los magos.
Llorar por fuera.
Beber te.
Una explosión.
La textura.
La lengua.
Llorar por dentro.
Abrir los ojos.
Tocarse la tripa. 
 
Y salir de allí pensando que sí, que siempre es posible, que las cosas a veces, que sí, que sí, que sí, que es y puede ser.
Salir de allí despeinada, con las mejillas sonrosadas, la mirada perdida, el corazón acelerado y un último jadeo comprometido con cierto estado de éxtasis animal. Como si acabara de hacer el amor y los almendros en flor de Japón hubieran estado mirando a punto de decir también que sí, que sí, que sí, que puede ser y seguramente sea. 




domingo, 18 de marzo de 2012

En la espesura. Katie estuvo aquí


Parece una selva primitiva.
Los pájaros hacen su trabajo y avisan de la llegada de la intrusa. 
Nunca tengo botas preparadas para el viaje, lo sabe mi hermana, parece que la oigo desde aquí ofreciéndose a comprarme unas, y ya siento los pies mojados cuando atravieso el césped que va hacia ninguna parte.
Asciendo por un camino asfaltado muy estrecho, veo a más gente por allí y decido seguir a los que me parecen más avezados, los que conocen el terreno y van hablando mirándose a la cara y no el suelo que pisan.


Me canso, 

Cuando me canso, alcanzo al paraíso. 
Una planicie resuelta en verde, árboles diseñados en jardín sin arbustos, lago, puente de piedra, flores, helechos, musgos, y bancos en memoria de  los amados. 
Apenas puedo nombrar una sola especie de este paraíso, no puedo nombrar más que a los chopos (si los hubiera). Pero los cuervos pueden, lo hacen siempre, graznan algo desde arriba.
“Quien pase por delante de mí y me salude, tendrá 2 años de buena suerte”
Solo hasta 2013, no alcanzo más.
He repartido unos doce años en veinte minutos. Yo misma, la especie misma en colores granates y amarillos dando suerte hasta a las caracolas. 
En lo más alto, el Conservatorio de aves y de especies de plantas imposibles. Se entra a la burbuja y se visita Nueva Zelanda, Madagascar, los Trópicos, el mundo entero en el privilegio de una semiesfera. Huele muy bien, y los sonidos son deliciosos.
Un pájaro amarillo me mira, nos miramos, pasea delante de mí varias veces mientras yo intento un dibujo de su árbol favorito.
El pájaro amarillo. El árbol de color negro en el papel.
Me conoce de antes, el pájaro, quizás de antes de Katie o de Katie misma. Si pudiera hablar como los otros, diría mi nombre.
Katie.
El azul, aquel de plumas azules y rojas semiescondido en lo más alto, siempre decía el nombre de Katie alto y claro.
Luego dejó de hacerlo, al parecer dejó de gustarle el eco.





 

sábado, 17 de marzo de 2012

La caída


Si solo me fijo en su jersey, en sus gafas impecables de pasta, en su pelo arreglado y en su mirada precisa, diría que es un tipo normal, quizás un profesor de universidad o de un colegio, que se acaba de sentar frente a mí en la Biblioteca.
Pero le veo las manos, rojas, violáceas, hinchadas, las uñas destrozadas, algún nudillo comprometido en la lucha, y pienso que sé de donde viene y que puedo adivinar dónde está ahora.
No está escribiendo nada, sin embargo cambia continuamente de bolígrafo, negro y rojo, y compara los garabatos que compone en una libreta pequeña, un listín de teléfonos, con otra más grande. Extiende sus manos sobre el papel como si éste fuera a precipitarse por el espacio interestelar.
A su izquierda ha dejado una caja de plástico de tapa azul sobre la que se lee “Tools”. Son medicinas. Muchísimas. Y fuera, un inhalador.
 

No me ha mirado ni una sola vez, lo que lejos de molestarme me ha parecido magnífico: su concentración es admirable, y yo sigo siendo invisible, quizás solo transparente los días que hace sol, y los días que llueve... 

miércoles, 14 de marzo de 2012

No estar, pero caminar como si se estuviera; El hombre pantera y Katie


Hay un hombre en pijama de cuadros y zapatillas, que se pasea de noche por la ciudad de Vancouver mientras todos duermen en los rascacielos. Puede ver en la oscuridad. Lleva unas gafas de pasta negra, aparentemente gafas de dioptrías y miopías, pero realmente gafas de ver de cerca y leer las mentes.
Es un hombre pantera. Lo sé. Puedo reconocerle fácilmente porque camina como los hombres pantera, a saltos, con los hombros ligeramente echados hacia delante y los brazos flotando como dos aletas a lo largo del cuerpo. Digo aletas porque este hombre también ha vivido mucho tiempo en el agua, y a veces siente una nostalgia intolerable del agua y de las olas, y se levanta en mitad de la noche a las 4:37, abre la puerta de su casa en Madrid, y empieza a caminar hasta llegar al océano. Al Océano Pacífico.
Cuando se quedan a oscuras, el Océano y él, respira muy hondo, se quita las gafas para ver bien de lejos, y suele tararear una canción que se puso de moda en 1993.
Esta sentado en un tronco en mitad de la arena. Detrás de él, toda la noche, y por delante, olas calmadas, montañas que se insinúan, una luz de un barco naufragado, un amor desesperado, botellas de cristal flotando, peces abisales dejándose ver, y por fin, saberlo todo durante dos segundos sin tener que preguntarse toda la vida qué se está buscando.
Esa es la noche para el hombre pantera; Ese, el océano. Y ya no hacen falta ojos brillantes para llegar a la razón última de las cosas porque basta con el mar, la noche, el pijama y las zapatillas.
 
“Hace frío, ten cuidado” Katie le ha visto y le previene
“Cuidado ¿por qué? Soy un hombre pantera, no le tengo miedo a nada”
“Tú tienes pinta de pasar mucho frío y vas en pijama caminando por ahí”
“¿Cómo es la pinta de pasar frío?”
Katie le hace un gesto con los ojos “Esa pinta. Además deberías peinarte un poco el tupé. No puedes presentarte en el Pacífico tan despeinado”
El hombre pantera se pasa la mano por el pelo para arreglárselo un poco. Todo lo demás es impecable.  
“Todo lo demás es impecable, no me fastidies”- se pone las gafas- “Ah, eres tú, había oído hablar de ti”
“¿Y?” Katie se da la vuelta y se va.
“¿Por qué te vas tan rápido?”
“Yo siempre me estoy yendo, no me fastidies tú tampoco”- Katie ya es una sombra en Davie Street.