sábado, 17 de marzo de 2012

La caída


Si solo me fijo en su jersey, en sus gafas impecables de pasta, en su pelo arreglado y en su mirada precisa, diría que es un tipo normal, quizás un profesor de universidad o de un colegio, que se acaba de sentar frente a mí en la Biblioteca.
Pero le veo las manos, rojas, violáceas, hinchadas, las uñas destrozadas, algún nudillo comprometido en la lucha, y pienso que sé de donde viene y que puedo adivinar dónde está ahora.
No está escribiendo nada, sin embargo cambia continuamente de bolígrafo, negro y rojo, y compara los garabatos que compone en una libreta pequeña, un listín de teléfonos, con otra más grande. Extiende sus manos sobre el papel como si éste fuera a precipitarse por el espacio interestelar.
A su izquierda ha dejado una caja de plástico de tapa azul sobre la que se lee “Tools”. Son medicinas. Muchísimas. Y fuera, un inhalador.
 

No me ha mirado ni una sola vez, lo que lejos de molestarme me ha parecido magnífico: su concentración es admirable, y yo sigo siendo invisible, quizás solo transparente los días que hace sol, y los días que llueve... 

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