Lunes. Esta mañana me he dado prisa, como si tuviera que llegar a un sitio a una hora concreta. He tomado el Sky Train, con dirección Broadway- The City Centre, y cuando ya
estaba subida en el vagón, a punto de sentarme y camuflarme entre un hombre de
barba pelirroja y una chica de pelo muy corto y piercing en la nariz, he escuchado
gritar su nombre:
-
Katie. Katie!
La voz del hombre llegaba desde el hall, casi desde las
escaleras que daban paso al tren.
-
Katie! Katie, please, wait for me!
Me he levantado rápidamente, como si yo fuera Katie y
necesitara imperiosamente esa llamada desesperada, ese grito canadiense al
borde del precipicio de las Rocosas... Me he levantado, y he agachado la cabeza para poder ver su cara a través de los
cristales del vagón. Tenía que saber quién era él, el hombre del teléfono, el
hombre que ahora daba zancadas para llegar hasta Katie, detener el tren y
decirle aquello que quiso decirle hace días por teléfono. Necesitaba verme en
sus ojos, comprobar si su mirada buscaba la mía entre la multitud, si me
reconocía a mí como ella ¿Soy yo ella? ¿Por qué la buscas? ¿Por qué me buscas?
Pero el tren, y los lunes, y las prisas, y la gente que
lee el periódico en el vagón, y el señor pelirrojo que bien podría llamarse
Hasting y ser huraño, y la chica rubia del piercing en la nariz, dientes de
perla, labios de rubí, y el temor a encontrarse en otros ojos, y la pereza, la desidia, la
velocidad.
No hay
nada que no pueda hacerse un martes. El señor de la barba pelirroja
me mira y resuelve una sonrisa.
Concluyo que en esta ciudad nada es lo que parece, ni los espejos lo son.
Concluyo que en esta ciudad nada es lo que parece, ni los espejos lo son.
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